jueves, 14 de agosto de 2014

Madrid huele a Fahrenheit (451) y a quincenas.

De momento no llegamos a los grados de la novela de Bradbury, y según los expertos en satélites lo peor del verano ya ha pasado, pero en Madrid, siempre llueve sobre mojado, o en este caso, abrasa sobre secado.

Veranos en Madrid. Puro Fahrenheit.


Madrid en verano se convierte en esa ciudad fantasma que algunos desean, una ciudad accesible, la excusa perfecta para los que piensan que durante el resto del año aquí sobran unos cuantos habitantes, siempre de una manera educada, no seamos tan extremistas. Esa época donde aparcar es más fácil y más barato, donde las aglomeraciones se han evaporado como una barra de hielo dejada en pleno Callao y donde las calles parecen más transitables que nunca. Es efecto del calor, no nos engañemos.

Y es que los veranos en Madrid son doblemente verano, a la amable ingratitud del clima continental mesetario se suma la fuga constante de madrileños y acogidos, que en esta época del año vuelan. Un vuelo literal, como el de las aves migratorias, una vez que el tiempo se muestra poco acogedor deciden aprovechar destinos con mejores condiciones climáticas. Lo llevan haciendo estos animales durante siglos, al fin y al cabo, algo nos queda.

Pero a la intransigencia climática se suma la desbandada colectiva propia de un año donde todos hemos sido buenos y nos hemos portado bien, como si fuera una carta a los Reyes Magos y por eso, se aprovecha el verano para coger infinidad de cosas, desde color hasta copas y bebidas frías, pasando siempre por el muy argentino término de "coger", que parece que el verano invita a ello.


Aunque en toda su amabilidad, el verano nos invita a cambiar nuestra percepción del tiempo, los días son más largos y las noches más cortas, siempre depende para quien, porque el vampirismo veraniego tampoco conoce límites, y eso que algunos llaman ritmos circadianos están algo alborotados.

De todo ese alboroto y cambio de percepción espacio-temporal encontramos lo que se conocen en palabras científicas como quincenas. Las quincenas son a priori simples de comprender pero tienen mucho recorrido. En teoría quince días. Si ahora os paráis a pensar, encontraréis que en ninguna otra época del año se usa tan memorable espacio de tiempo.

Y es que las amables quincenas se usan en verano para acotar mejor las vacaciones, y si ya las llamamos quincenitas, mucho mejor -una quincenita en la playa tranquilamente- dirán algunos. Pero la quincena sirve para alargar el verano de forma críptica, permite crear espacios de tiempo mayores de lo que antes salía un mes, y todo ello aprovechando las minúsculas vacaciones laborales, que en la mayoría de los casos no llegan ni a los 30 días (diría 28 pero no me quiero pillar los dedos, que 28 es más lunar que solar).

Así, nuestros madrileños propios y acogidos aprovechan más el tiempo, porque como en la paradoja de Aquiles y la tortuga, el tiempo se puede convertir en eterno a costa de atomizarlo, sólo espero que nuestros vecinos y compañeros lo aprovechen al máximo. Porque a más de uno estas quincenitas se le hacen cortas, y a otros, a partir de la segunda de agosto, cuando comienza el famoso puente de la Asunción de la Virgen (y que para más de uno es real, se les aparece la Virgen) ya se marca el principio del final, la temida última quincena de agosto.

Mientras tanto los que permanecemos, que no creo que muchos más de los 300 de Leónidas, si tuviéramos que vigilar las Termópilas madrileñas los pocos que quedamos, no conseguiríamos proteger ni la mitad de las entradas de la ciudad.

Sin embargo seguiremos pendientes del termómetro, de los 451º grados Fahrenheit de Bradbury, sin quemar libros pero leyéndolos y dejando la televisión de lado, que si ya durante el resto del año no es apasionante, en verano ya puede ser casi tan insoportable como el calor. Quizás sí, a la televisión en verano si que habría que darle grados, pero los 451º se antojan pocos.

Disfruten del verano y de paso, si han llegado hasta aquí sin saber de que hablo, echen un vistazo a:

Fahrenheit 451. Novela de Ray Bradbury
Fahrenheit 451. Película de 1966 de François Truffaut


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