Absténgase, señor político, de vestirse con la enseña
nacional y deje paso a los que, sin tanto lustre, se enfundan en pijamas,
batas, monos, pantalones, faldas y camisas, incluso aquellas de once varas, en
las que los españoles de vez en cuando nos metemos. Pero cuando nos las
quitamos, demostramos que no necesitamos palabras vacías ni gestos de cara a la
galería, los españoles –que no España- no necesitan a una Marianne, ni esto es
un lienzo heroico de Delacroix.
Aquí no hay ninguna alegoría y sólo hay realidades. La de
aquella MIR de Tarragona a la que han llamado a filas, tras ningunear contratos,
porque se necesita su trabajo. A aquel rider
que está cruzando Madrid para llevar pan a su casa, aún a costa de llamar a
decenas de timbres. A aquel matarife de Salamanca, del que Madrid nunca sabrá,
pero que sigue levantándose a las 5 de la mañana para que, como por arte de
magia, en los estantes todavía no falte un poco de cinta de lomo. O a esa militar,
vilipendiada y mareada por aquellos que tratan a lo público como guiñoles, que
un año apaga incendios, otro participa en desescombros y, cuando vuelve a hacer
falta, se pone a desinfectar residencias.
Son muchos los anónimos, más que los ilustres, una vez más,
los que dan la cara y redemuestran que los de abajo están muy por encima de los
de arriba. Allí, donde las Mariannes políticas no llegan, entorchadas de rojo y
gualda –o del color que prefieran- llegan los que se dan menos importancia, los
conscientes del día a día y de que aún entre el sufrimiento, el dolor y la
precariedad, siguen sacando vidas hacia delante. Unos lo hacen desde un box, otros
lo hacen desde una humilde caja de supermercado, otros lo hacen conduciendo un
autobús y muchos, miles, en silencio, les deben mucho desde sus casas.
Casas que van más allá de los aplausos de las 20:00, y gente
que, como ellos, en silencio, consiente y resiste, no porque alguien entre
micrófonos se lo pide –no se les puede dar ese gusto, la abnegación no es una
virtud política- sino porque vivir es lo único que importa. Ellos, aún fieles a
sus terrazas, saben que hay un ejército que desfila a diario y sin descanso por
pasillos blancos, entre ruido de respiradores, estertores y donde a pesar de
las injurias que la enfermedad y Cronos se cobran a cientos, aún luchan.
Ellos, los de blanco, son aquella Sanidad guiando al pueblo,
a un pueblo que está con ellos desde sus trincheras. No importa la latitud y no
importa la longitud, están en el mismo bando, en el de los buenos, en el de los
que se enfrentan a la enfermedad y a la muerte y a la que siguen negando, aún
sabiendo que el reloj siempre está en contra, su victoria. Ellos son esa
colección de españoles ilustres, desconocidos pero ilustres, que hacen que en
este país sea una afrenta gritar "¡Viva España!" cuando lo que se debería
gritar –y no olvidar- es "¡Vivan los españoles!" porque de ellos es la gloria y
el mérito, y porque son ellos los que hacen que esta suma de sus partes sea
verdaderamente invencible.
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