jueves, 30 de abril de 2020

Hacen falta más Enemigos del pueblo...

Un enemigo del pueblo, 1978. © First Artists / Solar Productions

Si el dramaturgo noruego Henrik Ibsen, en un ejercicio de espiritismo y ouija, volviera a la vida, vería como en 140 años su obra Un enemigo del pueblo, tendría más vigencia que nunca.

Casi siglo y medio desde el estreno de esta obra de teatro, a la que no haré justicia pero que resumiré en pocas líneas: un médico (el doctor Thomas Stockmann) intenta alertar a su pueblo de que las aguas del balneario local, gran fuente de ingresos, contienen una peligrosa bacteria que amenazará la salud de todos los habitantes. Al médico denunciante, casi como es lógico, le desprecian por agorero, por no velar por el bien común y por catastrofista.

Como bonus track, se debe mencionar que su hermano Peter es el alcalde del pueblo, tensando su relación personal. Lógicamente, el doble mensaje político y la impopularidad de acabar con los ingresos del pueblo hacen que Peter no pueda aceptar el cierre. Al final -no sé si se puede considerar spoiler algo que se escribió hace casi siglo y medio-, el balneario cierra sus puertas. Aún así, el repudiado Thomas Stockmann tiene que escuchar a modo de corolario que tenía intereses económicos en el cierre.

Ahora cambiemos el tercio y vayamos a 2020; dejemos Noruega y bajemos a España, donde sustituimos la bacteria por un virus. Aquel virus que el 8M no se tomó en cuenta para celebrar varias manifestaciones multitudinarias; ni, 15 días antes, se impidió viajar a futboleros a Lombardía, a pesar de jugar el Atalanta-Milán a puerta cerrada; ni para cerrar campos de fútbol; ni para evitar que otros tantos futboleros se fueran a Liverpool para ver un partido el 12 de marzo; ni para limitar el transporte público, y mucho menos para instar a las empresas al teletrabajo.

España pasó de un 13 de marzo en libertad a un 14 de marzo confinada. Todo ello en la picota informativa y donde el doctor Fernando Simón, la persona que tuvo que hacer, al menos públicamente, de Enemigo del Pueblo, comentaba a 31 de enero que serían sólo unos pocos casos los que habría en España. El drama es que no sabemos si Simón sí era Thomas Stockmann y sus consejos caían en caso roto porque las autoridades creían que era un alarmista y un catastrofista; o, por el contrario, él mismo no creía que esto fuera para tanto. En ambos casos, cualquier juicio sería demoledor. 

Sea como fuere, el ciudadano medio, carente de la información que tienen los gobiernos, necesita que haya más Enemigos del Pueblo, capaces de mojarse, ser sinceros y veraces, dando la cara y asumiendo situaciones difíciles antes de que la marea nos esté arrastrando a todos. Necesitamos Enemigos del Pueblo que sean valientes, que suman la dureza de las condiciones pero antes de que ya estuviéramos confinados. Necesitamos Enemigos del Pueblo que prescindan de intereses electoralistas y estén pescando en río revuelto. Necesitamos Enemigos del Pueblo que se adelanten y que no sean políticos, sino estadistas. Los necesitamos, en plural, porque sabemos de la dureza de predicar en el desierto.

España necesita más Stockmann e Ibsen y menos Sánchez -y el resto de políticos- y Simones. O, al menos, necesitamos Enemigos del Pueblo con mayúsculas y no en minúsculas, que son más acordes para nuestra 'clase gobernante', que en situaciones mayúsculas se empequeñecen y se ciegan por el poder, el partido o sus colores, ignorando a los 47 millones de personas que esperan a otros Enemigos del Pueblo.

Por cierto, ahora que tenemos tiempo de sobra, podéis encontrar en muchas librerías online la obra o ir a la web de RTVE para ver la obra, grabada en el famoso Estudio 1. También, si os ponéis más cinéfilos, hay una versión de los años setenta protagonizada por Steve McQueen pero no la he podido encontrar

jueves, 23 de abril de 2020

El desafío Comunero y una historia mal vendida



Villalar de los Comuneros. ©destinocastillayleon
Siempre que llega el 23 de abril pienso que a los españoles, una vez más, nos falta marketing y nos sobra caínismo. Hace hoy 499 años, se acababa en Villalar (Valladolid) una utopía revolucionaria donde gentes del campo y de la ciudad, hartos de desmanes reales y de una nobleza avasalladora sobre sus vasallos, la aventura comunera. 

Dos años de guerra civil que nuestra Historia no ha sabido vender, o no tan bien como lo haría un francés, un italiano o un americano, y que, de haber salido bien, habría hecho que Carlos I (y Quinto de otros lares) hubiera tenido que someterse, de una forma u otra, al consejo ciudadano de las ciudades castellanas.

Sin embargo, aquella utopía personificada en Bravo, Padilla, Maldonado o María de Pacheco, topó con los intereses de otros españoles a las que las cosas no les iban del todo mal. Allí había mercaderes burgaleses que vendían lana en crudo para que Flandes la convirtiera en paño, o comerciantes sevillanos que abrían sus ojos al Nuevo Mundo, pensando que a aquellos locos de Tordesillas, Toledo, Segovia, Cuenca o, finalmente, Valladolid, no había que hacerles mucho caso.

Monumento a Juan Bravo en Segovia

Entre medias, la Castilla de los lanares, de los campos a los que cantó Machado, de los pequeños comerciantes, apostó a caballo perdedor con una quimera: la de someter al rey a unas cortes y pensar que la nobleza, por una vez, podría no velar por sus propios intereses. 

De ese caínismo no me extraña que hoy seamos herederos y cuanto menos me sorprende, incluso con actitudes como la de Gregorio Marañón, que calificaba a los comuneros como una caterva de reaccionarios que buscaban un retorno al feudalismo. Ya en el siglo XX, trabajos como el del francés -tiene guasa- Joseph Pérez en su obra 'Los Comuneros' deja claro que la revolución comunera no era una vuelta al pasado, sino unos ojos puestos hacia el futuro.

Y todo esto en los años 1520 y 1521, bastante lejos de cualquier acercamiento europeo a cualquier otro amago de revolución urbana. Sin embargo, la Historia fue cruel con el destino comunero y con su legado, ahora pisoteado por los continuos ataques a Castilla y lo castellano, que se ha deslegitimado en numerosas esferas políticas.

Ejecución de los comuneros de Castilla. Antonio Gisbert 1860

Desde la conquista de América a la toma de Granada, pasando por la Leyenda Negra o teniendo que vivir con comentarios contemporáneos sobre la opresión castellana (sic) en diversas zonas de la actual España. Lo castellano es denostado y sus tierras, en el pasado corazón de la península, hoy se deshabitan, sus pobladores envejecen sin remedio y aquellos campos y pastos, de trigo y merina, fueran la riqueza nacional, hoy se convierten en parameras.

Por eso, hoy reivindico Castilla y lo castellano con el orgullo de una herencia de gentes trabajadoras, nobles, revolucionarias y soñadoras que, con sus más y sus menos, han escrito, aún sin saberlo, las más gloriosas y épicas páginas de la Historia de España. La pena es que, como dice el cantar: desde entonces ya Castilla no se ha vuelto a levantar.


martes, 7 de abril de 2020

La Sanidad guiando al pueblo



Absténgase, señor político, de vestirse con la enseña nacional y deje paso a los que, sin tanto lustre, se enfundan en pijamas, batas, monos, pantalones, faldas y camisas, incluso aquellas de once varas, en las que los españoles de vez en cuando nos metemos. Pero cuando nos las quitamos, demostramos que no necesitamos palabras vacías ni gestos de cara a la galería, los españoles –que no España- no necesitan a una Marianne, ni esto es un lienzo heroico de Delacroix.

Aquí no hay ninguna alegoría y sólo hay realidades. La de aquella MIR de Tarragona a la que han llamado a filas, tras ningunear contratos, porque se necesita su trabajo. A aquel rider que está cruzando Madrid para llevar pan a su casa, aún a costa de llamar a decenas de timbres. A aquel matarife de Salamanca, del que Madrid nunca sabrá, pero que sigue levantándose a las 5 de la mañana para que, como por arte de magia, en los estantes todavía no falte un poco de cinta de lomo. O a esa militar, vilipendiada y mareada por aquellos que tratan a lo público como guiñoles, que un año apaga incendios, otro participa en desescombros y, cuando vuelve a hacer falta, se pone a desinfectar residencias.

Son muchos los anónimos, más que los ilustres, una vez más, los que dan la cara y redemuestran que los de abajo están muy por encima de los de arriba. Allí, donde las Mariannes políticas no llegan, entorchadas de rojo y gualda –o del color que prefieran- llegan los que se dan menos importancia, los conscientes del día a día y de que aún entre el sufrimiento, el dolor y la precariedad, siguen sacando vidas hacia delante. Unos lo hacen desde un box, otros lo hacen desde una humilde caja de supermercado, otros lo hacen conduciendo un autobús y muchos, miles, en silencio, les deben mucho desde sus casas.

Casas que van más allá de los aplausos de las 20:00, y gente que, como ellos, en silencio, consiente y resiste, no porque alguien entre micrófonos se lo pide –no se les puede dar ese gusto, la abnegación no es una virtud política- sino porque vivir es lo único que importa. Ellos, aún fieles a sus terrazas, saben que hay un ejército que desfila a diario y sin descanso por pasillos blancos, entre ruido de respiradores, estertores y donde a pesar de las injurias que la enfermedad y Cronos se cobran a cientos, aún luchan.

Ellos, los de blanco, son aquella Sanidad guiando al pueblo, a un pueblo que está con ellos desde sus trincheras. No importa la latitud y no importa la longitud, están en el mismo bando, en el de los buenos, en el de los que se enfrentan a la enfermedad y a la muerte y a la que siguen negando, aún sabiendo que el reloj siempre está en contra, su victoria. Ellos son esa colección de españoles ilustres, desconocidos pero ilustres, que hacen que en este país sea una afrenta gritar "¡Viva España!" cuando lo que se debería gritar –y no olvidar- es "¡Vivan los españoles!" porque de ellos es la gloria y el mérito, y porque son ellos los que hacen que esta suma de sus partes sea verdaderamente invencible.